Capítulo 571
La temperatura pareció descender varios grados cuando su voz cortó el aire como una daga de hielo.
“Habla.”
Daniela sintió un escalofrío recorrer su espalda. Sus manos se entrelazaron nerviosamente sobre su regazo, los nudillos blancos por la tensión.
“Enzo, por favor… necesito que ayudes a la familia Hidalgo a superar esta crisis.
Su propia voz sonaba pequeña y vulnerable en la inmensidad de aquella habitación. No entendía por qué, pero frente a él, todo su orgullo se desmoronaba como un castillo de naipes. Se sentía diminuta, insignificante, como una simple rana croando desde el fango hacia un majestuoso cisne que flotaba en las alturas.
El silencio se extendió como una neblina espesa mientras él consideraba sus palabras. Los segundos parecían arrastrarse como horas.
“¿Conoces la verdadera razón por la que están atacando a la familia Hidalgo?”
El color abandonó el rostro de Daniela. Las conversaciones que había escuchado a escondidas entre su abuelo y Aurora resonaban en su mente como ecos lejanos. Sabía que la venganza de Salvador contra su familia estaba íntimamente relacionada con Aurora, con una búsqueda retorcida de justicia.
Pero era una mancha en el historial de los Hidalgo, una herida que supuraba vergüenza. La idea de que él, esta figura casi mítica, pudiera conocer los secretos más oscuros de su familia, le revolvía el estómago. Ya se sentía inferior; no podría soportar caer aún más bajo en su estima. Sus labios temblaron ligeramente antes de formar las palabras.
“No… no lo sé.”
Él giró su rostro, apenas lo suficiente para que la luz acariciara sus facciones perfectamente esculpidas. Su mandíbula, delgada y definida, parecía tallada en mármol por un artista renacentista, acentuando una masculinidad que robaba el aliento.
“¿Tu familia está al borde del colapso y ni siquiera sabes la razón?”
El sarcasmo en su voz hizo que las mejillas de Daniela se tiñeran de un rojo intenso.
“Enzo, ¿vas a ayudarnos o no?”
Nuevamente el silencio se apoderó de la habitación, pesado como una losa.
“Te ayudaré tres veces sin condiciones. Después de eso, cada ayuda tendrá su precio.”
Las palabras cayeron como piedras en el estómago de Daniela. Una sombra de decepción nubló su mirada.
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“Después de todo, soy su prometida“, pensó con amargura. ¿Solo tres veces? ¿Este hombre veía incluso el matrimonio como una transacción comercial?
“Gracias, Enzo.” A pesar de todo, la gratitud en su voz era genuina. Esta ayuda, aunque limitada, podría salvar a su familia de la crisis inmediata.
Sin embargo, la duda se arrastraba por su mente como una serpiente venenosa. ¿Cómo podría este hombre, confinado a una silla de ruedas, enigmático y solitario, rescatar el imperio empresarial de los Hidalgo?
“¿Has terminado?” La pregunta cortó sus pensamientos como un cuchillo.
Daniela parpadeó, volviendo a la realidad.
“Si.”
“Entonces retírate.” Su voz sonaba programada, artificial. Como un sintetizador de última generación intentando imitar el habla humana: técnicamente perfecta pero carente de toda calidez.
Daniela lo observó una última vez. Su perfil parecía sacado de un manual de anatomía artística: la mandíbula cincelada, los rasgos europeos perfectamente definidos. Era como si un escultor hubiera creado el modelo perfecto para cirujanos plásticos. Pero toda esa perfección física irradiaba una frialdad que helaba el alma.
Se retiró con pasos silenciosos, casi de puntillas, como si temiera despertar a alguna bestia
dormida.
En el pasillo, se detuvo, perdida en sus pensamientos. Más allá de sus piernas inmóviles y ese rostro ligeramente demacrado, el hombre parecía la definición misma de la perfección. Su inteligencia era innegable, su belleza sobrecogedora, su porte aristocrático y su voz… su voz era como música celestial.
Pero había algo inquietante en tanta perfección. Era como contemplar una pintura hiperrealista: técnicamente impecable pero carente de vida. No mostraba emociones, su voz siempre mantenía ese tono mecánico, y su expresión permanecía tan fría e inalcanzable como una estrella distante.
“Como un androide de última generación“, pénsó, y un escalofrío recorrió su espalda.
Dentro de la habitación, la realidad era mucho más simple que las elaboradas teorías de Daniela. Apenas la puerta se cerró tras ella, él tomó el control remoto sobre la mesa y presionó un botón. La estantería en la pared cobró vida con un zumbido mecánico, revelando una serie de monitores que emergieron de compartimentos ocultos. Las pantallas negras parpadearon con vida eléctrica antes de encenderse por completo, mostrando solo un cursor intermitente en la oscuridad.
Sus dedos volaron sobre el teclado, introduciendo una serie de comandos con precisión militar. Las pantallas respondieron al instante, y en el centro de una de ellas apareció la imagen de Salvador, sentado como un rey en su trono digital…
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