Capítulo 51
El profesor Montes tenía ese don especial para entender lo que otros necesitaban sin que lo dijeran. Al notar cuánto anhelaba yo volver a ver a mi maestro, no tardó en crear el pretexto perfecto.
Sus ojos brillaron con calidez mientras acomodaba sus lentes.
-¿Qué te parece si vamos a comer con el profesor Luján?
La invitación hizo que mi estómago se retorciera con una mezcla de anhelo y miedo. La culpa me pesaba como una losa sobre los hombros. No quería que mi maestro, quien seguramente ya había logrado olvidar a esta alumna que tanto lo decepcionó, volviera a sentir esa desilusión al verme.
Fidel, quien acababa de regresar de su posgrado en el extranjero para comenzar su carrera como profesor, me observó con esa comprensión que siempre me había mostrado.
-No te angusties tanto. En todos estos años, el maestro te ha mencionado muchas veces, ¿sabes? Se le nota la nostalgia en la voz. Cuando un profesor realmente aprecia a un alumno, el enojo nunca dura tanto. Te lo digo yo, que ahora también soy maestro, puedes creerme.
A pesar de su intención de ayudar, tuve que declinar. El miedo me atenazaba la garganta y no sabía cómo enfrentarme a la mirada del profesor Luján. Solo quería observarlo de lejos, asegurarme de que estaba bien, nada más.
Fidel, entendiendo mi resistencia, no insistió más.
Cuando el profesor Luján llegó, su energía y vitalidad iluminaron el lugar. Ver su figura ágil, moviéndose con esa familiaridad que recordaba tan bien, me tranquilizó el corazón. El tiempo parecía no haber pasado por él.
Después de una larga charla sobre temas académicos, el maestro cambió abruptamente el
rumbo de la conversación.
-Oye, Fidel, si mal no recuerdo, fue Luz quien te recomendó conmigo en aquellos días. ¿Has sabido algo de ella en estos años?
La taza de café tembló en mis manos. El líquido oscuro formó pequeñas ondas que amenazaban con derramarse.
Fidel me lanzó una mirada discreta desde mi escondite antes de responder con naturalidad.
-¿Por qué lo pregunta, maestro?
-Me han llegado rumores… parece que tiene problemas con Simón, con su matrimonio. ¿Sabes algo de eso?
El profesor se quitó los lentes y los limpió con un pañuelo, un gesto que siempre hacía cuando algo le preocupaba.
-Esa muchachita… todo en ella era brillante, pero siempre le dio demasiada importancia al
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amor.
Su voz estaba cargada de una tristeza que me atravesó el pecho.
-Si hubiera continuado con su investigación sobre el chip de inteligencia artificial, a estas alturas ya habría logrado algo revolucionario para la humanidad. Tenía un don único, no debió desperdiciarlo así… y menos por un hombre.
Como académico apasionado, Isidro Luján siempre había valorado el talento por encima de todo, especialmente el de aquellos que consideraba genios. Estaba convencido de que yo podría haber superado sus propios logros en cuestión de años. Mi decisión de abandonar todo por un hombre lo había herido tan profundamente que decidió cortar todo contacto. Sin embargo, ahora que escuchaba sobre mis problemas, la preocupación paternal que siempre había sentido por mí resurgía.
Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas mientras recordaba aquel proyecto que había sido mi obsesión durante más de un año.
Todo había comenzado en segundo año, cuando un compañero sufrió un terrible accidente automovilístico. El daño en sus nervios lo dejó paralítico de ambas piernas, con un diagnóstico que cerraba toda esperanza: nunca volvería a caminar. Cuando nuestro tutor organizó una visita grupal, ver a ese chico brillante y ambicioso reducido a una sombra de sí mismo por un accidente me sacudió hasta la médula.
Al ayudarlo durante su recuperación, conocí a muchas personas en situaciones similares. Sus historias, su dolor y el de sus familias me perseguían en sueños. Una idea comenzó a germinar en mi mente: ¿y si pudiéramos crear algo que reemplazara los nervios dañados? ¿Si pudiéramos devolverles la capacidad de caminar?
La revelación llegó en medio de un experimento rutinario. De repente, todas las piezas encajaron en mi mente como un rompecabezas completándose. Corrí a contarle al maestro, quien se emocionó tanto que comenzó a llamarme genio. “Has comprendido en meses lo que a otros les toma años“, me dijo, “y ya estás teniendo ideas revolucionarias.”
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