Capítulo 431
En el amplio despacho de la mansión Ayala, Jacinta escrutó el rostro de su nuera con una mirada penetrante.
-¿Cómo van los preparativos en el hospital? -su voz resonó suave pero autoritaria en la quietud de la habitación.
-Todo está listo -respondió Carla, irguiéndose en su asiento de cuero-. Mañana tomaré el vuelo para realizar la transferencia de embriones.
La verdad que ocultaban era más retorcida que las ramas del árbol centenario que custodiaba la entrada de la mansión. Desde el principio, Jacinta había despreciado la existencia misma de Simón, por lo que la idea de tener un nieto suyo le resultaba repulsiva. Por eso, ella y Carla habían tejido un elaborado plan: utilizar los embriones congelados de Israel para un procedimiento de fertilización in vitro. Su ambición las había llevado incluso a planear un embarazo gemelar.
La estrategia era simple pero efectiva: hacer creer a Simón que el hijo era suyo, manipulándolo para que asumiera con devoción el papel de padre. Pretendían que trabajara incansablemente para el Grupo Ayala hasta que los niños alcanzaran la mayoría de edad. Después, se desharían de él como quien descarta una herramienta que ya no es útil.
“Para que el plan funcione, Simón debe creer que el hijo es suyo“, reflexionó Carla, observando el jardín a través de la ventana. Sin embargo, jamás anticiparon que la noticia del supuesto embarazo tendría un impacto tan devastador que lo envejecería en una sola noche.
Era evidente que un Simón en ese estado no se comportaría como ellas esperaban, entregándose en cuerpo y alma a asegurar el futuro de ese niño. La ironía de la situación no escapaba a su comprensión: si hubieran sido honestas desde el principio y le hubieran propuesto usar los embriones de Israel para garantizar un heredero para la familia Ayala, Simón habría aceptado sin vacilación. Su sentido del honor y la deuda de vida que tenía con Israel habrían sido motivos más que suficientes.
Pero la desconfianza corría por sus venas como veneno. No podían concebir que alguien fuera inmune a la tentación que representaba la fortuna de los Ayala. La verdad sobre aquella noche debía permanecer oculta; Simón tenía que creer en su paternidad.
Jacinta extendió su mano hacia Carla, sus dedos enjoyados rozando suavemente la piel de su nuera en un gesto maternal.
-Has sido muy valiente, Carla -murmuró con genuino afecto, conmovida por la disposición de su nuera para continuar el legado familiar.
-No pienses más en ese hombre y en Luz. Enfócate en el embarazo -sus palabras destilaban una dulzura venenosa-. Puedes estar tranquila. No solo la familia Ayala, también la herencia de tu abuela será para el bebé que llevarás en tu vientre.
El imperio de la familia materna de Jacinta era considerable, y ella, como única heredera,
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aseguraría que toda esa fortuna pasara a sus ansiados nietos.
-Gracias, eres una madre para mí -respondió Carla con emoción contenida, fundiendo sus brazos alrededor de Jacinta en un abrazo que sellaba su complicidad.
La realidad en el hospital militar era completamente diferente. Al llegar, la gravedad de la situación se hizo evidente: el paciente sufría una parálisis en las extremidades inferiores, .consecuencia de una necrosis nerviosa provocada por envenenamiento.
Mi padre, reconocido por su dominio tanto de venenos como de sus antídotos, había dedicado años al estudio de sustancias letales y sus contramedidas. Los rumores sugerían que su presencia obedecía a una misión de salvamento, no a una investigación que pudiera comprometer sus conocimientos prohibidos, y enviarlo tras las rejas. Vi el alivio dibujarse en su rostro al confirmarlo.
Así fue como terminamos colaborando en el hospital militar, uniendo nuestros conocimientos para salvar a un paciente de alto perfil. La situación despertaba en mí sentimientos contradictorios: nunca imaginé que llegaría el día en que trabajaría hombro con hombro con mi padre.
Esa noche, después de completar los procedimientos, me dirigía hacia el área de descanso cuando distinguí su silueta en el jardín. Una columna de humo se elevaba desde el cigarrillo entre sus dedos, su presencia en mi camino era una clara invitación al diálogo.
“¿Qué podríamos decirnos después de tantos años?“, pensé mientras seguía mi camino, fingiendo no percatarme de su presencia. Los años de distancia habían construido un muro más alto que cualquier palabra.
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