Capítulo 24
El arte de la manipulación de Violeta era perfecto. No importaba si sus intenciones eran genuinas o no; ante los ojos del mundo, ella siempre aparecía como la hija ejemplar, la hermana devota, la víctima inocente. Su máscara de virtud era impecable.
Mi abuela se encontraba atrapada en una posición imposible. Si rechazaba la supuesta devoción de Violeta, la sociedad la juzgaría como una matriarca ingrata, incapaz de reconocer la bondad. La manipulación era tan sutil que cualquier resistencia parecería cruel.
Un sabor amargo me subió por la garganta mientras observaba la escena. Cuántas veces había vivido situaciones similares desde que Violeta llegó a nuestras vidas. Siempre la misma historia: ella actuando como la víctima perfecta, y yo, sin forma de defenderme, sin manera de exponer su verdadera naturaleza.
La impotencia que veía reflejada en los ojos de mi abuela era un espejo de mi propio pasado. Violeta poseía un talento que yo jamás podría igualar: la habilidad de tejer mentiras con hilos de verdad, hasta crear un tapiz tan hermoso que nadie cuestionaba su autenticidad.
Violeta se acercó a mi abuela con pasos delicados, como si cada movimiento le causara dolor. Entre sus manos sostenía el amuleto como si fuera un tesoro sagrado.
-Abuelita -su voz era suave como la seda-. Le traje este amuleto de protección. Es mi deseo que su vida sea más duradera que las montañas, y su fortuna más vasta que el mar.
Su rostro angelical, enmarcado por mechones de cabello estratégicamente desordenados, irradiaba una inocencia que cualquiera juraría era genuina. Era su don natural: esa capacidad de proyectar pureza y bondad en cada gesto, en cada palabra.
El rostro de mi abuela se ensombreció al ver el amuleto. Sus manos se crisparon sobre su bastón, atrapada entre el deseo de rechazarlo y la imposibilidad social de hacerlo.
Una sonrisa sarcástica se dibujó en mis labios mientras me acercaba. “Es hora de jugar tu juego, querida hermana“, pensé mientras tomaba el amuleto.
-Ay, hermanita, te luciste mi voz destilaba una dulzura envenenada-. Mira nada más qué feliz está la abuela, tanto que ni palabras encuentra.
Un silencio incómodo cayó sobre la habitación. Mi abuela me miró con ojos que mezclaban sorpresa y comprensión.
-Pero fíjate–continué, saboreando cada palabra-, con tantos empleados en la casa, ¿por qué precisamente le pediste ayuda a tu cuñado? Cuando todo mundo anda diciendo que son almas gemelas separadas por el destino… No puedes culpar a la abuela por malinterpretar las cosas, ¿verdad?
El rostro de Violeta se transformó por un instante, tan breve que solo alguien que la conociera bien podría notarlo. No esperaba que yo, la esposa supuestamente destrozada, pudiera responder con tal aplomo.
1/2
El diario que encontré mientras limpiaba la casa después de la partida de Simón me había revelado una versión patética de mí misma, una mujer que se deshacía en lágrimas ante el regreso de Violeta. Pero esa mujer ya no existía.
Los ojos de Violeta se llenaron de lágrimas calculadas. Se mordió el labio inferior en un gesto estudiado de vulnerabilidad.
-Perdóname, hermana -su voz tembló con la precisión de una actriz consumada-. No pensé bien las cosas. Solo quería entregarle el amuleto a la abuela lo antes posible, compartirle mis bendiciones más sinceras.
El rostro de Simón se endureció instantáneamente. La vena en su sien palpitaba, señal inequívoca de su molestia.
-¡Por Dios, Luz! -su voz retumbó con esa rectitud fingida que tanto conocía-. ¿Cuántas veces tengo que decirte que entre Violeta y yo no hay nada? Crecimos juntos, ¿ahora resulta que ni siquiera puedo ayudarla cuando está lastimada?
Sus palabras eran exactamente las mismas que había leído en mi diario. Siempre el mismo patrón: defender a Violeta, reprenderme a mí, insistir en su inocencia mientras sus acciones gritaban lo contrario.
La rabia me quemaba por dentro mientras los recuerdos se agolpaban en mi mente. ¿Era yo realmente la del problema? Cada momento crucial de nuestra vida matrimonial desfiló ante mis ojos como una procesión de traiciones:
Nuestro aniversario de boda: ausente. Mi cumpleaños: con Violeta. San Valentín: ocupado… con Violeta. Cuando enfermé: preocupado… por Violeta.
El patrón era tan claro que dolía. Siempre ella. Siempre Violeta.
Y sin embargo, ahí estaba él, proclamando su inocencia con la indignación de un santo acusado injustamente. ¿Cómo podía hacer todo lo que hacen los amantes y aun así declarar con tanta convicción que no había nada entre ellos?
La versión anterior de mí, la del diario, no podía comprenderlo. Se torturaba tratando de entender cómo él podía acusarla de ser mezquina y maliciosa, incapaz de aceptar a Violeta como hermana.
Una risa amarga amenazó con escapar de mi garganta. Si todo eso no era amor, ¿entonces qué nombre tenía?
2/2