Capítulo 147
Las arcadas fueron tan violentas que Simón retrocedió un paso, desconcertado. Su rostro perfecto se contrajo en una mueca de preocupación que me revolvió aún más el estómago.
Se acercó con pasos vacilantes, alzando una mano para darme palmaditas en la espalda.
-¿Qué tienes? ¿Te cayó algo mal?
Su cercanía solo intensificó mi náusea. El aroma de su loción de afeitar, que alguna vez me pareció tan atractivo, ahora me provocaba arcadas. Con manos temblorosas, le hice señas para que se alejara
El contraste entre el frío exterior y el calor sofocante de la casa me tenía mareada. La delgada camisola de seda se me pegaba al cuerpo, y al intentar apartarlo, la manga se deslizó, revelando las cicatrices que marcaban mi brazo como un mapa de dolor.
Los ojos de Simón se clavaron en las marcas. Su rostro se congeló por un instante antes de que su mano se cerrara como una garra alrededor de mi muñeca.
-¿De dónde salieron estas cicatrices? ¿Cuándo te lastimaste? -su voz temblaba con una preocupación que me pareció obscena-. ¿Por qué nunca me lo dijiste? Siempre has sido tan sensible al dolor… una cicatriz así… no puedo imaginar cuánto sufriste.
Intentó subir más la manga, sus dedos rozando mi piel con una delicadeza que me provocó escalofríos de repulsión. Su angustia parecía genuina, como aquella vez que escribí en mi diario sobre cómo se le llenaban los ojos de lágrimas por un simple rasguño en mi mano.
Una risa histérica burbujeo en mi garganta. La ironía era demasiado absurda.
“Me despené por un acantilado“, pensé mientras la risa se volvía más intensa. “La ambulancia, el hospital, los huesos rotos… Dos meses postrada sin poder sostener ni un vaso de agua.
Y él, el muy cínico, había insistido en que fingía.
Los reportes médicos estaban ahí, frente a sus narices. Los doctores se lo explicaron con lujo de detalle. Yo, que siempre he odiado los hospitales, pasé tres meses en recuperación.
Y ahora viene a preguntarme, con cara de santa preocupación, cómo me lastimé y por qué no se lo dije.
La rísa se volvió incontrolable, brotando de mí como un torrente envenenado.
El rostro de Simón se contorsionó en una máscara de confusión. Sus ojos recorrían mi rostro, buscando una explicación para mi comportamiento errático.
-Luz, ¿qué te pasa? Luz… -su voz se quebró.
Su fingida preocupación solo alimentaba mi histeria. Las carcajadas brotaban de mi garganta como dagas, cortando el aire entre nosotros.
“Es gracioso“, pensé mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas. “Ya ni siquiera recuerdo
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por qué lo amaba. No siento nada por él. Nada. Y aun así…”
Una tristeza aplastante se mezclaba con la risa. Todo era tan ridiculamente patético. Yo era patética por haber creído en él.
Simón dio un paso hacia mi, brazos extendidos como si quisiera contener mi locura entre ellos. Él, que siempre habia adorado mi risa, ahora retrocedía ante ella como si fuera algo
monstruoso.
El pánico en sus ojos solo alimentaba mi frenesí.
La repulsión fisica que sentía ante su cercanía era insoportable. Sin pensarlo, agarré la primera cosa que encontre: una taza de bebida.
-Largo! -el grito broto de mi garganta como un rugido-. ¡Fuera de aquí! ¡Lárgate!
La taza voló por el aire antes de que pudiera procesar lo que hacía. Simón se quedó paralizado, tan atónito que ni siquiera intentó esquivarla.
El impacto resonó en la habitación. Un hilo de sangre comenzó a correr por su frente, pero él ni siquiera parpadeó. Sus ojos, esos ojos que tantas veces me habían mirado con frialdad e impaciencia, ahora estaban desorbitados por el miedo.
No entendía qué me pasaba. No comprendía cómo habíamos pasado de acordar un nuevo comienzo a esto. Sus esperanzas para nuestro futuro se desmoronaban frente a sus ojos.
Incluso alguien tan obtuso como él podía sentir el odio que emanaba de mí en oleadas, el asco visceral que me producía su presencia.
Y eso que Simón nunca había sido tonto. No. Solo había sido selectivamente ciego cuando le
convenía.
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