Capítulo 101
Mis padres reaccionaron como fieras heridas, abalanzándose sobre mí apenas la policía se interpuso para protegerme.
-¡Descarada! ¿Cómo te atreviste a llamar a la policía? ¿Cómo pudiste difamar así a Simón?
Los oficiales me mantuvieron detrás de ellos mientras mis padres intentaban convencerlos de que yo estaba loca, que todo era un invento mío. Les explicaron que ellos eran mis padres y Simón mi esposo, que él solo quería que yo subiera a convencer a Violeta de bajar, nada más.
Mi corazón latía con fuerza, pero mi voz no tembló.
-¡Eso es mentira! No querían que la convenciera de nada, ¡querían que me matara!
Necesitaba dejar un reporte. Si algo me llegaba a pasar después, la policía sospecharía primero de Simón. Un seguro de vida, por así decirlo. Con una denuncia formal, no se atrevería a tocarme tan fácilmente.
Como mis padres no pudieron probar que yo estaba loca y yo me mantuve firme en mi acusación, todos terminamos en la delegación.
Violeta, sorprendentemente, no recurrió a su truco favorito del desmayo. Ni una sola vez.
Por ser asuntos familiares y tratarse de un matrimonio, los oficiales nos dieron la oportunidad de dialogar primero, a ver si llegábamos a un acuerdo. Después de todo, aunque yo insistía en el intento de homicidio, ¿quién trataría de matar a alguien tan abiertamente? Y menos con toda la familia presente.
Cuando los policías se retiraron, Simón me miró con una decepción tan profunda que casi me dio risa. No pude evitar poner los ojos en blanco.
Abrió la boca para decir algo, pero pareció pensarlo mejor.
-Luz, lo que dije en la azotea no era para que te entregaras a la muerte.
Su voz sonaba tensa, controlada.
-Solo quería que cooperaras conmigo. Para aprovechar cuando Violeta se distrajera y poder salvarla.
Solté una risa seca. No necesitaba palabras para dejar claro que no le creía ni media letra. A estas alturas, cualquiera podía decir lo que quisiera. Nadie va a confesar un intento de homicidio en una estación de policía.
-¡No me crees! ¡Jamás he querido que mueras!
Su voz se elevó, cargada de frustración. Podía ver en sus ojos que genuinamente no entendía por qué yo estaba tan convencida de sus intenciones homicidas. Para él, nada en su comportamiento indicaba ese deseo.
“¿En serio no lo ves?“, pensé con amargura. Cuando el secuestrador nos dio a elegir, me
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sacrificó sin dudarlo. Cuando me estaba ahogando, eligió salvar a Violeta. Y ahora, cuando
Violeta quería mi muerte, me empujó al borde del precipicio. Si eso no es querer verme muerta, ¿entonces qué es? ¿Necesito morirme para probarlo?
Simón intentó hablar de nuevo, pero mi padre lo interrumpió con impaciencia.
-Ya déjate de tonterías con ella, Simón. Después de todo lo que ha hecho, de cómo ha lastimado a Violeta una y otra vez sin el menor remordimiento, y ahora encima inventando esta denuncia para meterte a la cárcel… Lo que necesita es una buena lección para que reflexione sobre sus acciones.
Los ojos de mi padre brillaban con una furia que nunca le había visto.
-Úrsula Miranda, lo que hiciste no tiene perdón. Drogar a Violeta para que el desgraciado del padre de Simón abusara de ella, obligándola a estar con él…
El mundo se detuvo por un instante.
-Simón y nosotros, por considerarte esposa e hija, te perdonamos. Sacrificamos a Violeta sin hacerte pagar por lo que hiciste. ¿Y cómo nos pagas? Siguiendo con tu venganza contra ella.
La voz de mi padre temblaba de rabia.
-¿Llamando a la policía para meternos a todos a la cárcel? ¡Pues quédate aquí y reflexiona!
Su tono dejaba claro que estaba dispuesto a todo, incluso a que yo “aprendiera mi lección” tras las rejas.
Podía ver su determinación, pero mi mente seguía atascada en sus palabras anteriores.
-¿Yo la drogué para que el padre de Simón abusara de ella?
Las palabras salieron en un susurro incrédulo. ¿En qué momento había pasado eso? ¿Por qué era la primera vez que lo escuchaba?
-¡Sí, fuiste tú! -mi madre prácticamente escupió las palabras-. ¡Tú la drogaste para que ese malnacido abusara de ella! ¡Por tu culpa Violeta tuvo que soportar a ese desgraciado!
Mi madre temblaba de rabia.
-Apenas estaba superando ese trauma después de tantos años, y tú… tú…
Las palabras parecían ahogarla. Pero logró recuperar el aliento para su frase favorita:
-¡Cómo no te mataste cuando caíste del acantilado!
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