Capítulo 1
Un pescador me encontró al amanecer. Su anzuelo se enganchó en mi cuerpo inerte mientras flotaba en las aguas gélidas del lago. Tiró una, dos, tres veces, pero el peso muerto se resistía. Cuando se acercó a la orilla para investigar, el horror le heló la sangre. Dejó caer la caña de pescar y corrió, tropezando, para buscar ayuda.
Los policías me arrastraron fuera del agua. Mi piel, amoratada y fría, apenas retenía un débil pulso de vida que se negaba a extinguirse.
En el hospital, los médicos movían la cabeza con pesimismo mientras revisaban mis signos vitales. Nadie apostaba por mi supervivencia. Mi propia familia ni siquiera se molestó en firmar los documentos para la cirugía de emergencia.
Pero me aferré a la vida con una tenacidad que desconcertó a todos los especialistas. Mi caso se convirtió en lo que llamaron “un milagro médico“.
El impacto de la caída había sido brutal, pero despertar fue mi verdadero infierno. Cada centímetro de mi piel era un mapa de dolor, cada movimiento una tortura insoportable.
De los 206 huesos que componen el cuerpo humano, 108’de los míos estaban destrozados. Algunos se habían hecho añicos, como una vajilla fina estrellada contra el suelo. El dolor era tan abrumador que la muerte parecía una alternativa más dulce que seguir respirando.
El más mínimo roce me arrancaba gemidos de agonía. Permanecía inmóvil, temerosa hasta del aire que rozaba mi piel destrozada.
La enfermera batalló para encontrar una vena en el dorso de mi mano. Sus dedos, aunque gentiles, enviaban oleadas de dolor que me hacían sudar frío y morder mis labios hasta hacerlos sangrar.
Seis bolsas de suero después, cuando el agotamiento comenzaba a vencer al dolor, la puerta se abrió. El asistente de Simón Rivero entró con paso decidido, su rostro una máscara de fingida preocupación.
-El presidente Rivero solicita su presencia, señora. Tiene que disculparse con la señorita
Violeta.
Lo miré a través de una bruma de dolor e incredulidad, incapaz de procesar sus palabras.
-Por favor, señora, no haga enojar más al presidente. Ya bastante tiene con que usted y la señorita Violeta hayan sido secuestradas. Está furioso.
Su tono se suavizó, pero el veneno en sus palabras era inconfundible.
-Usted sabe que la señorita Violeta es el tesoro del presidente Rivero.
Una risa amarga brotó de mi garganta lastimada. “¡Qué clase de esposo me fue a tocar!“, pensé mientras el dolor pulsaba en cada hueso roto.
En ese momento fatal, en la cima del acantilado, cuando los secuestradores le dieron a elegir,
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ni siquiera dudó. Salvó a su verdadero amor y me condenó a mí a una caída que debió ser
mortal.
Y ahora, mientras yo yacía aquí, convertida en una masa de huesos rotos y dolor, mi “amado” esposo exigía que me disculpara con ella.
Abrí los labios agrietados, mi voz un susurro rasposo.
-Dile a tu presidente Rivero que no me disculparé. Que se quede con Violeta como compensación. Les deseo una vida larga juntos y muchos hijos.
Cerré los ojos, agotada. El dolor mordía cada fibra de mi ser como mil agujas al rojo vivo. El medicamento comenzó a hacer efecto, arrastrándome hacia una bendita inconsciencia donde el dolor no podía alcanzarme.
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No sé cuánto tiempo pasó hasta que volví a abrir los ojos. Lo primero que vi fue la mirada furiosa de Simón. Su rostro, normalmente una máscara de dignidad y orgullo, estaba contorsionado por una ira que me erizó la piel.
-¿Por qué no fuiste a disculparte con Violeta? ¿Sabes que por tu culpa la secuestraron y ahora hasta está resfriada?
Sus palabras cortaban el aire como cuchillos.
-¿Cuántas veces tengo que repetirte que entre ella y yo no hay nada? ¿Por qué tienes que decir esas cosas para humillarla?
Sus puños se cerraron con fuerza.
-¿No puedes dejar de inventar historias y ver cosas donde no las hay?
Lo observé como si fuera un extraño. Este no era el hombre que solía llorar de preocupación cuando me lastimaba un dedo. Ahora, mientras yo yacía envuelta en vendas como una momia, incapaz de mover un músculo, solo podía pensar en el resfriado de Violeta.
-Simón -susurré con voz quebrada-, estoy herida, gravemente. No puedo mover ni un dedo.
Esperaba ver un destello de remordimiento en sus ojos, alguna señal del hombre que una vez juró amarme y protegerme. Pero su respuesta fue una risa sarcástica que heló mi sangre.
-Incluso si realmente estuvieras herida, ¿no es acaso tu culpa?