Capítulo 96
Romeo estudió a Irene con detenimiento antes de responder a Milagros.
-Sí ha adelgazado un poco, pero… no afecta.
“No afecta la sensación cuando la toco“, pensó mientras sus ojos recorrían la figura de Irene con un interés apenas disimulado. El rubor subió por las mejillas de ella al captar el doble sentido de sus palabras.
-Abuelita, pruebe más de este guiso -Irene se apresuró a servir más comida en el plato de Milagros, intentando desviar la conversación.
Milagros negó con la cabeza, su expresión tornándose seria.
-Mira, mi niña, estar delgada no es problema, pero todo tiene un límite. -Se volvió hacia Romeo con severidad-. Y tú, como el hombre de la casa, tienes que aprender a cuidar mejor a tu esposa. Fíjate en el ejemplo de tu padre.
Una sonrisa calculada se dibujó en los labios de Romeo.
-Tiene toda la razón, abuela. Me aseguraré de cuidarla como se debe.
Con un gesto deliberadamente atento, sirvió más comida en el plato de Irene. Ella no protestó, pero la comida permaneció intacta durante el resto de la cena, como un silencioso acto de rebeldía.
-¿Por qué no se quedan a dormir? -sugirió Milagros al terminar la cena-. La casa se siente muy vacía con tus padres de viaje.
-Por supuesto que nos quedamos, abuela -respondió Romeo sin titubear.
El corazón de Irene dio un vuelco. Había planeado regresar a Colinas Verdes, pero la rapidez con que Romeo aceptó la invitación le cerró esa posibilidad. Milagros, encantada con la respuesta, se llevó a Irene al invernadero para atender las flores, a pesar de lo tarde que era.
Cuando el reloj marcó las diez, Milagros finalmente cedió al cansancio.
-Ya es hora de descansar, mi niña. No hagas esperar a Romeo.
Después de acompañar a Milagros a su habitación, Irene se entretuvo en el invernadero, agradeciendo el calor húmedo que empañaba los cristales. Podó plantas, regó macetas y aplicó fertilizante hasta que el sudor le corrió por la espalda. Pero eventualmente tuvo que subir a la habitación; toda su ropa limpia estaba allí.
La oscuridad la recibió al abrir la puerta. Su corazón se tranquilizó momentáneamente al no ver a Romeo. Avanzó a tientas hacia el armario y encendió la luz. Al girarse, su aliento se congeló en su garganta.
Romeo estaba de pie en el centro de la habitación, vistiendo solo una bata de baño.
-¿Por qué no prendiste la luz? -Las palabras salieron entrecortadas de su boca.
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-Es mi habitación -respondió él con una calma irritante.
La bata entreabierta revelaba su pecho bronceado. Los músculos de su abdomen se.marcaban sutilmente bajo la tela, como un recordatorio de noches pasadas.
Irene bajó la mirada, luchando contra las sensaciones que despertaba en ella.
-Solo vine por mi pijama.
-Adelante.
Romeo sacó un conjunto negro de seda del armario y, sin ningún pudor, se quitó la bata. Irene, agachada junto a él buscando ropa interior, vislumbró más de lo que debería. El aire abandonó sus pulmones mientras el calor invadía sus mejillas.
Era él quien estaba desnudo, pero era ella quien se sonrojaba como una colegiala.
Se vistió con deliberada lentitud, sus ojos encontrando los de ella.
-¿Ya viste suficiente?
-Me voy a bañar -murmuró Irene, agarrando su ropa y prácticamente huyendo de la
habitación.
Romeo la observó marcharse, una sonrisa satisfecha jugando en sus labios. Conocía cada una de sus reacciones, especialmente en momentos como este. Sabía, como todo hombre que ha amado profundamente, que las palabras dulces y los gestos tiernos eventualmente derretirían sus defensas.
Con paciencia y la atención correcta, Irene volvería a él. Después de todo, ¿no lo amaba
todavía? El amor verdadero no se desvanece tan fácilmente.
Irene regresó de su ducha rápida, enfrentándose a la realidad de tener que compartir habitación con él. Con el cabello húmedo goteando sobre sus hombros, intentó tomar una manta para escapar a la habitación de huéspedes. Pero apenas sus dedos rozaron la tela, la mano de Romeo se cerró alrededor de su muñeca.
Sus facciones, usualmente afiladas, se habían suavizado en la penumbra. Los callos de sus palmas raspaban suavemente contra su piel, enviando pequeñas corrientes eléctricas por su brazo.
-Acordamos que cumplirías con tus deberes de esposa.
Su voz era grave, pero su agarre, aunque firme, no era amenazante. La miró a los ojos con una intensidad que la atravesó.
-¿Me dejas?
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