Capítulo 41
Antes, Irene creía saberlo todo. Se había convencido a sí misma de que Romeo sentía algo por ella, por mínimo que fuera. Ahora, con un movimiento lento de su cabeza, la realidad era diferente.
-No lo sé.
Una sonrisa torcida se dibujó en el rostro de Romeo.
-Eres obediente. Por eso pensé que eras diferente a las demás.
Romeo se reclinó en el asiento con una paciencia inusual, como un depredador jugando con su presa. El aire dentro del auto se volvía cada vez más denso. No soportaba a las mujeres que “daban lata“, como él decía, siempre cuestionando y creando problemas.
Para él, el mundo era simple: el hombre en la calle y la mujer en la casa. Durante dos años, Irene había interpretado ese papel a la perfección. Nunca preguntaba por sus salidas tardías ni se entrometía en sus asuntos de trabajo. Por su parte, él mantenía una fachada de esposo modelo en casa, dejando sus preocupaciones en la puerta. En la intimidad eran compatibles, aunque ella nunca alcanzaba sus expectativas; aun así, él se convencía de que eran el uno para el otro.
Lo que Romeo ignoraba era que, como esposo, fallaba en todo lo demás más allá de la cama.
Irene lo observó de reojo, sintiendo cómo el color abandonaba su rostro mientras las piezas encajaban en su mente. Los Castro conocían bien la dinámica entre Yolanda y César; después de todo, ambas familias compartían una amistad de generaciones, y su matrimonio había sido arreglado por sus abuelos. César, con su marcada preferencia por los hijos varones y su comportamiento cuestionable, había provocado un distanciamiento con Ismael.
La revelación la golpeó como una bofetada: ¿Romeo esperaba que fuera como Yolanda? ¿Una esposa sumisa que se conformara con su papel de señora Castro mientras él continuaba su vida con Inés?
Sus cejas se fruncieron y sus labios se tensaron.
-¿Sabes por qué pedí el divorcio?
Romeo permaneció en silencio, ya fuera por desinterés o genuina ignorancia.
-Porque, igual que cualquier otra mujer, no quiero un matrimonio hueco -las palabras brotaron con fuerza de su garganta-. No soy tu juguete ni tu tapadera.
Las venas de su cuello se marcaron mientras el rubor teñía sus mejillas de rabia.
-No te hagas la víctima -Romeo la cortó bruscamente-. Si tanto orgullo tienes, ¿entonces por qué vienes a llorar tus penas?
Pero Romeo apenas prestaba atención a sus palabras. La observaba fijamente, recordando las noches en que ella, agotada, se resistía como una gatita salvaje, mordiendo y arañando.
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Capítulo 41
En dos años de matrimonio, solo en esos momentos mostraba rebeldía. Esta mujer frente a él, llena de rechazo y determinación, le resultaba extraña y, paradójicamente, más atractiva. ¿De dónde habría aprendido ese arte de seducir alejándose?
-¿Yo? ¿Quejarme de qué? -Irene se congeló al procesar sus palabras.
La duda la invadió. ¿Acaso Ismael había hablado con Romeo? No debería haber dicho nada sobre él. Había ido a escondidas a la villa Castro, y ahora su justificación se desvanecía como un globo desinflado.
Romeo tensó el rostro, adoptando su pose de negociador empresarial.
-Hagamos un trato, Irene. Tú te comportas como la señora Castro que debes ser, y yo te doy lo que quieras. Solo… mantén la compostura.
Sus ojos brillaron con calculada frialdad.
-Si tanto te interesan esos expedientes de los hospitales… ¡acepta!
Los ojos de Irene temblaron al comprender: Ismael había dejado todo en manos de Romeo. La tenía atrapada, y él lo sabía.
Al ver el cambio en su expresión, Romeo se relajó visiblemente, saboreando su control sobre la situación. No hablaba como un esposo, sino como un benefactor condescendiente ofreciendo limosna a una mendiga. Como si el título de señora Castro fuera una bendición que ella debía agradecer después de varias vidas de mérito, conformándose con eso sin esperar amor ni nada
más.
Sus labios perdieron todo color mientras su respiración se volvía débil, casi ahogada por el peso de la caridad que él le ofrecía. En ese momento, postrada bajo la mirada superior de Romeo, parecía verdaderamente patética.
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