Capítulo 281
La amarga ironía de la situación golpeó a Irene. ¿Así que esa era la solución? ¿Fingir un embarazo, arrastrarse a la cama de Romeo con el vientre hinchado, seducirlo como si no tuviera dignidad? Un escalofrío de repulsión recorrió su espalda mientras contemplaba el rostro expectante de su madre.
Yolanda la empujó con impaciencia hacia el dormitorio, sus dedos clavándose en el brazo de
Irene.
-¡Ya deja de hacerte la difícil y empaca tus cosas para regresar!
Irene se zafó del agarre y caminó hacia la puerta. La abrió de par en par, señalando la salida con un gesto firme.
-¡Ustedes podrán no tener vergüenza, pero yo sí! ¡Esta es mi casa y les pido que se vayan!
César se levantó de golpe, sus ojos desorbitados por la furia, las venas de su cuello palpitando visiblemente.
-¡Todo lo que he hecho por ti ha sido en vano! ¿Cómo puedes ser tan desalmada? ¿Ver a Daniel sin poder pagar su tratamiento?
El estruendo del puño de César contra la mesa hizo que Yolanda brincara. Corrió hacia la puerta para cerrarla y jaló a Irene de vuelta al interior.
-Ya hiciste enojar a tu papá, tú…
-No soy yo quien lo hace enojar -Irene la interrumpió, su voz temblando de rabia contenida-. Él simplemente no me puede ver bien. Haga lo que haga, siempre está mal. ¿Por qué? Si tienen para bolsas de doscientos mil y cinturones carísimos, ¿por qué tengo que ser yo quien cargue con los gastos de Daniel?
Empujó a Yolanda, alejándose. No tenía caso discutir. Su madre siempre había sido así, viendo a César como su única guía, su única verdad. Cuando él se enojaba, Yolanda solo sabía regañarla, presionarla, obligarla a obedecer.
-¡Malagradecida! -Yolanda, viendo el rostro pálido de furia de César, se aferró al brazo de Irene con desesperación. ¿Quieres matar a tu papá del coraje? Si lo haces, ¿qué va a ser de
mí?
-¡Pues arréglatelas como puedas!
La frustración acumulada desde su divorcio con Romeo, todas las cosas que se habían salido de control, explotaron dentro de ella como una bomba. Con el rostro desencajado, se liberó del agarre de su madre y volvió a abrir la puerta.
-Les pido que salgan, o voy a llamar a la policía por allanamiento.
César hervía de rabia, pero algo en la nueva actitud de Irene lo hizo detenerse. Volteó su furia hacia Yolanda.
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14:44 T
-¡Esta es la hija que criaste! Si rompe con los Castro, tú y tu hija… ¡largo de mi casa!
-¡Mi amor! -Yolanda rompió en llanto al instante, mirando a Irene con suplica antes de correr tras César.
Al pasar junto a Irene, César se detuvo. Su voz destilaba veneno.
-A ver, Irene, cuando la familia Llorente se hunda, ¿qué vas a tragar? Cuando acabes durmiendo en la calle, ni se te ocurra venir a pedir un plato de comida.
Irene mantuvo su expresión impasible, ni siquiera dignándose a mirarlo. Cuando la familial Llorente estaba en su apogeo, tampoco había probado nada bueno. Si no se hubiera casado con Romeo estos dos años, seguramente la habrían vendido a algún viejo rico.
César soltó un gruñido de disgusto y salió para llamar el elevador.
-¡Mi amor, espérame! -Yolanda corrió tras él, pero se detuvo para lanzar una última puñalada-. Irene, ya bastante malo es que te destruyas tú sola, ¿también tienes que dejarme en la calle a mi edad? ¡No tienes corazón, tu madre siempre ha sido tan…!
‘¡BAM!‘
El portazo ahogó sus últimas palabras. Lo que no se ve, no lastima; lo que no se oye, no hiere. Pero en cuanto la puerta se cerró, las lágrimas brotaron sin control.
Se deslizó hasta quedar sentada en el suelo, la espalda contra la puerta, llorando en silencio. No importaba cuánto llorara, la sensación de injusticia se negaba a abandonar su pecho.
El tiempo pasó, marcado solo por sus sollozos, hasta que el silencio exterior le indicó que sus padres se habían marchado. Poco a poco, sus lágrimas fueron cediendo. Tenía que limpiar el desastre que Yolanda había dejado e ir a explicar las cosas a la familia Castro. No tenía el lujo de quedarse ahí, ahogándose en su miseria.
Se secó el rostro con determinación, tomó su tarjeta del seguro médico y salió rumbo al hospital. La suerte no estaba de su lado: el médico ya se había retirado. Solo le quedaba ir al cuarto de Daniel y esperar la revisión de la tarde.
La cuidadora dejó caer la toalla que sostenía al verla entrar.
-Señorita Llorente, qué bueno que llegó. Ya todos comimos, ¿usted ya almorzó? -su expresión cambió al notar los ojos hinchados de Irene-. Ay, ¿por qué tiene los ojos tan rojos? ¿Estuvo llorando?
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