Capítulo 238
María Jesús estaba guardando el botiquín cuando Inés, con una sonrisa calculada, la interrumpió.
-Permítame ayudar a Romeo con esa herida. -Sus dedos se deslizaron suavemente hacia el botiquín.
María Jesús intercambió una mirada significativa con Milagros, quien preparaba una infusión en la cocina. El aroma del té de manzanilla flotaba en el aire, contrastando con la tensión del
momento.
Milagros apretó los labios con disgusto mientras vertía el agua hirviendo en una taza de porcelana.
-¿De verdad necesitamos que alguien de fuera nos recuerde nuestras obligaciones?
Las palabras de Milagros resonaron como un látigo en el aire. Para la familia Castro, Inés no llegaba ni al estatus de invitada, y la mención de “alguien de fuera” estableció con brutal claridad la jerarquía entre ella e Irene.
Irene intentó levantarse de su asiento, sus dedos crispándose imperceptiblemente sobre la tela de su falda. Sin embargo, antes de que pudiera incorporarse por completo, Milagros intervino.
-Irene, mejor encárgate tú.
Irene presionó sus labios hasta formar una fina línea, sus ojos buscando los de Romeo. Antes de que pudiera discernir si a él le agradaba la idea, Romeo ya había tomado una decisión por ella, como siempre lo hacía.
Con un movimiento brusco, empujó el botiquín hacia Inés y extendió su mano, la manga de su camisa arremangada dejando ver la herida.
-Hazlo tú.
-Por supuesto. -Inés se arrodilló junto a él con gracia estudiada, tomando un hisopo empapado en yodo.
Irene observó la escena con aparente indiferencia, aunque sus nudillos blanqueados por la presión delataban su verdadero èstado de ánimo. Después de unos momentos, se incorporó con dignidad.
-Voy a ayudar en la cocina.
A veces, la retirada era la única forma de mantener la dignidad intacta.
Milagros se levantó y, al pasar junto a Romeo, ignoró completamente la presencia de Inés.
-¿Cómo es que sigues vivo, cabezota? -gruñó con ese tono que solo una abuela puede usar.
Romeo guardó silencio. Era su privilegio como nieto soportar esas palabras mordaces.
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Capítulo 238
Sus ojos siguieron a Irene mientras ella desaparecía en la cocina. Ella no se atrevía a expresar su descontento abiertamente, limitándose a tragarse su amargura en silencio.
Inés terminó de curar la herida y ordenó meticulosamente el botiquín antes de hablar.
-Romeo, tu abuela sigue sin aceptarme. ¿Estás seguro de que deberíamos quedarnos a comer?
En las últimas semanas, Inés se había mantenido cautelosa, evitando provocar directamente a Irene. Sin embargo, Romeo persistía en crear situaciones como esta cena familiar. El hecho de traerla a la villa, especialmente en el día de reunión familiar de los Castro, no era casualidad. Era evidente que Romeo buscaba forzar a su familia a aceptarla, sin importar los murmullos y las miradas reprobatorias.
-Completamente. —La voz de Romeo no dejaba lugar a dudas. ¿Trajiste el contrato de James O’Malley?
-Sí, aquí está.
-Después explícale los detalles del acuerdo a mi madre.
La presencia de Inés no era solo para incomodar a Irene; Romeo siempre mezclaba el placer con los negocios. Sabía medir sus movimientos con precisión quirúrgica, nunca cruzando ciertos límites… excepto cuando se trataba de Irene.
Media hora después, con la llegada de Begoña e Ismael, la comida dio inicio oficialmente. La tensión era palpable en el aire, espesa como la niebla matutina. Ismael y Milagros intercambiaron miradas de desconcierto: ¿qué hacía Inés sentada en su mesa familiar?
Milagros disparó una mirada acusadora hacia Romeo que claramente decía: “Esto es obra tuya“.
Begoña, aparentemente ajena a la atmósfera hostil, conversaba con Inés sobre temas laborales. De pronto, Inés giró la conversación hacia un tema más delicado.
-Tía Begoña, con tantos años al frente de la empresa, tienes una experiencia invaluable en los negocios. Sus ojos se deslizaron hacia Irene con malicia apenas contenida-. Llorente podría aprender muchísimo de ti. La experiencia laboral le vendría muy bien para su trabajo.
El silencio cayó sobre el comedor como una losa de mármol.
-¿Estás trabajando? -Milagros dejó los cubiertos sobre el mantel de lino, limpiándose los labios con una servilleta mientras miraba a Irene con asombro.
Ismael y Begoña también la observaban con evidente sorpresa.
–
-Sí. El tema había surgido tan abruptamente que Irene apenas pudo tragar el bocado que tenía en la boca, su mente trabajando frenéticamente para encontrar una explicación
adecuada.
-¡Qué disparate! -Begoña frunció el ceño, su presencia volviéndose amenazante.
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En el rostro de Inés brilló un destello de satisfacción apenas contenida. Había calculado correctamente: los Castro no sabían que Irene estaba trabajando. ¿Qué mejor manera de avergonzar a la familia Castro que exponiendo este secreto en plena comida familiar?
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