Capítulo 181
La humillación le carcomía las entrañas. El simple hecho de que Romeo la exhibiera como “la señora Castro” cual si fuera us frofeo en su vitrina personal le revolvía el estómago. Los dedos le temblaban mientras apretaba el dobladillo de su vestido, intentando contener la oleada de náuseas que amenazaba con ahogarla.
Con la garganta seca y un nudo en el pecho, Irene se atrevió a preguntarle si estaban los celos detrás de su actitud. Las palabras salieron de sus labios más como un desafío que como una verdadera pregunta.
Romeo entrecerró los ojos, y una sonrisa cruel se dibujó en su rostro. La respuesta llegó como una daga envenenada, directa a su corazón. El aire a su alrededor se volvió denso, casi irrespirable. Irene sintió cómo el color abandonaba su *rostro en oleadas: primero el ardiente rubor de la vergüenza, luego la palidez del miedo, y finalmente un tono enfermizo que
delataba su angustia.
Pero Romeo no había terminado. El brillo en sus ojos revelaba cuánto disfrutaba ejercer su poder sobre ella. Con movimientos calculados, extrajo una tarjeta de su bolsillo.
-Tu actuación de esta noche como señora Castro ha dejado mucho que desear -la mandíbula tensa, el tono cortante-. Se reduce a la mitad tu presupuesto para gastos.
Tú no… —las palabras se atoraron en la garganta de Irene mientras luchaba por contener las lágrimas que amenazaban con traicionarla.
Romeo extendió la tarjeta hacia ella con un gesto que destilaba condescendencia.
-Si no te parece, siempre puedes renunciar y volver a ser la señora Castro sumisa y obediente de antes.
La frialdad en su voz no dejaba lugar a dudas: hablaba completamente en serio. En el fondo, anhelaba que ella volviera a ser esa mujer dócil que podía moldear a su antojo. Necesitaba una esposa que agachara la cabeza, no una que constantemente desafiara su autoridad y le causara disgustos.
Observó con satisfacción cómo las lágrimas brillaban en los ojos de Irene. No consideraba que estuviera siendo demasiado duro; después de todo, volver a ser una esposa obediente era algo que ella podía lograr sin mayor esfuerzo. Si tan solo se sometiera, eventualmente le daría el lugar que le correspondía. Pero ella insistía en desobedecer, en buscar su propio camino a escondidas. ¿De quién era la culpa entonces?
Con dedos temblorosos, Irene guardó la tarjeta en su bolso. El aire le quemaba los pulmones mientras contenía la respiración, tragándose su orgullo para aceptar aquella “caridad” que la humillaba.
-Tengo que ir al hospital a ver a Daniel -musitó, intentando que su voz no delatara su turbación-. No puedo llevarte a
casa.
Sacó las llaves del auto, pero estas resbalaron de sus manos temblorosas. Antes de que pudiera reaccionar, Romeo las atrapó en el aire.
-Yo manejo -declaró, dirigiéndose al auto con pasos firmes.
Se sentó tras el volante y encendió el motor, una clara indicación de que esperaba que ella obedeciera. Irene dudó por un momento. No intentaba deliberadamente dejarlo atrás; a esa hora el hospital aún estaba abierto y necesitaba realizarel pago para evitar pedir otro permiso al día siguiente. Pero la idea de que Romeo tomara un taxi resultaba absurda.
Con resignación, rodeó el auto y se deslizó en el asiento del copiloto, abrochándose el cinturón en silencio.
A las cinco en punto arribaron al Hospital Santa Cruz. Sin perder un segundo, Irene se desabrochó el cinturón y bajó del auto apresuradamente, esperando alcanzar a Emilio antes de que terminara su turno para preguntar por el estado de Daniel. No se molestó en despedirse de Romeo; sabía que no la esperaría.
Sin embargo, mientras ella se apresuraba hacia la entrada del hospital, no notó que Romeo estacionaba el auto junto a la acera, observándola con expresión sombría.
En la esquina de la calle, una figura con máscara negra emergió de las sombras. Era Inés, quien observó a Romeo con una mezcla de satisfacción y desprecio.
-¿Entonces es verdad que el asesino está en este hospital? -La voz de Alba Muñoz temblaba mientras se aferraba al barandal, su mirada fija en el edificio.
s se sobresaltó ligeramente antes de asentir con firmeza.
-Por supuesto que es verdad. Está ahí arriba, disfrutando del mejor tratamiento que el hospital puede ofrecer -su voz
17.11
Capitulo 181
bestilaba veneno-. Su familia nada en dinero, pero a ti solo te dieron cien mil miserables pesos. Ni siquiera pudiste recibir la indemnización del seguro. ¿De verdad tú y tu familia se van a conformar con esas migajas?
Claro que no! -Los ojos de Alba brillaron con indignación. Los cien mil de compensación que Irene le había dado le parecían una burla. Según sus cálculos, entre la familia Llorente y el seguro, hubiera podido obtener millones.
Sin embargo, al observar a la misteriosa mujer enmascarada frente a ella, la desconfianza se apoderó de su rostro.
-¿Quién eres? ¿Por qué me estás diciendo todo esto?
Inés la estudió por unos momentos antes de extraer un grueso fajo de billetes de su bolso.
-Aquí tienes cincuenta mil. Ve y exigele dinero al asesino -sus labios se curvaron en una sonrisa maliciosa bajo la máscara-. Si lo logras, te daré otros cincuenta mil.
Los ojos de Alba se iluminaron con codicia. Extorsionar a Daniel representaba una ganancia segura, y la promesa de cien mil pesos adicionales hacía la oferta irresistible. Sin dudarlo, tomó el dinero y lo apretó contra su pecho, pero la desconfianza volvió a asomarse en su rostro.
-¿El dinero… es real?
Si no confías, ve y compruébalo tú misma -hizo una pausa calculada-. Esta noche no hagas nada. Espera otra oportunidad.