Capítulo 153
Irene apretó la mano de su hermano hasta que sus nudillos se tornaron blancos.
-¿De qué estás hablando, Dani?
El rostro demacrado de Daniel se contrajo en una mueca de dolor, como si cada palabra le costara un esfuerzo físico.
-Mana, ya no aguanto… -Su voz era apenas un susurro quebrado-. Cada vez que cierro los ojos, la veo ahí… tirada en ese charco de sangre…
De pronto, como si una corriente eléctrica lo hubiera atravesado, Daniel arrancó su mano del agarre de Irene y comenzó a golpearse la cabeza con violencia.
-¡YO DEBERÍA ESTAR MUERTO! ¿POR QUÉ SALÍ ESE DÍA? ¡SI NO HUBIERA SIDO POR MÍ, ELLA ESTARÍA VIVA!
Irene se levantó de un salto, su corazón latiendo desbocado mientras intentaba sujetar las
muñecas de su hermano. Los movimientos erráticos de Daniel la hacían tambalearse como
una hoja en medio de una tormenta.
Las lágrimas brotaron de sus ojos sin control, cayendo sobre su blusa y las manos
temblorosas de Daniel.
-Aunque no hubieras estado ahí, habría pasado con alguien más. ¡Ella lo planeó todo! ¡Su propia familia lo reconoció!
El rostro de Daniel se contorsionó en una máscara de angustia.
-NO ES CIERTO… TAL VEZ SI LE HUBIÉRAMOS DADO MÁS TIEMPO… PUDO HABER SANADO,
PUDO HABER SEGUIDO…
“Se está hundiendo cada vez más profundo“, pensó Irene con desesperación. Daniel se había encerrado en un laberinto de culpa del que no podía escapar, negándose a ver cualquier otra perspectiva que no fuera su propia condena.
Los golpes contra su cabeza se volvieron más violentos. Irene luchaba por detenerlo, pero era
como intentar contener una avalancha con las manos desnudas.
-¡SI HUBIERA MANEJADO MÁS DESPACIO!
-¡SI HUBIERA GIRADO HACIA EL ÁRBOL…!
-¿POR QUÉ NO PUDE FRENAR A TIEMPO?
Las preguntas brotaban de él como una letanía de autoflagelación. Daniel se desplomó sobre sus rodillas en la cama, temblando incontrolablemente.
Irene cayó junto a él, aferrándose a su mano como si fuera un salvavidas en medio de un océano embravecido.
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Capitulo 153
-Por favor, Dani, me estás asustando… Tienes que calmarte, nada de esto fue tu culpa…
Sus palabras rebotaban contra un muro invisible. Daniel seguía hundiéndose en su espiral de autodesprecio, cada vez más profundo.
-Todo es mi culpa… soy un asesino… Debería estar en la cárcel… Merezco pudrirme en la cárcel…
Con un movimiento brusco, Daniel se lanzó fuera de la cama. La inercia arrastró a Irene, que se golpeó la frente contra la esquina del mueble. Su visión se nubló por un instante, pero sus dedos se mantuvieron firmes alrededor de la muñeca de su hermano.
Tambaleándose, logró alcanzar el botón de emergencia.
-Doctor Bravo…
El pasillo, antes silencioso, estalló en caos. Pasos apresurados resonaron contra el linóleo, mezclándose con la respiración agitada de Daniel y los latidos frenéticos en los oídos de Irene. Todo se fundía en una sinfonía discordante que amenazaba con hacerla perder el sentido.
Emilio apareció con varios doctores. Entre todos lograron contener a Daniel mientras apartaban a Irene.
-Señorita Llorente, espere afuera. Confíe en el doctor Bravo.
Un asistente médico la guio hacia la puerta. Irene reaccionó como si despertara de una pesadilla, aferrándose a la bata blanca del asistente.
-¿No dijeron que estaba mejorando? ¿Por qué está así?
Este no era su Daniel. Su hermano pequeño, siempre sonriente, se había transformado en alguien irreconocible: un ser atormentado que se castigaba como si fuera su peor enemigo.
El asistente médico dejó escapar un suspiro de impotencia.
-Al menos hay momentos en que se estabiliza, pero durante los episodios… -hizo una pausa. Señorita Llorente, por favor, trate de tranquilizarse.
Los labios de Irene temblaron, dibujando una mueca de angustia. Se recargó contra la pared mientras el asistente regresaba a la habitación. Los gritos desesperados de Daniel atravesaban la puerta como cuchillos.
La imagen de su hermano pequeño, ese que siempre la llamaba “mana” con una sonrisa radiante, comenzaba a desdibujarse como una fotografía antigua expuesta al sol.
“¿Qué tengo que hacer para recuperarte, Dani?”
Se dejó resbalar hasta el suelo, abrazando sus rodillas contra el pecho. Las pestañas, empapadas de lágrimas, se le pegaban entre sí como telarañas húmedas, nublando su visión ya borrosa por el llanto.
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