Capítulo 128
Irene inhaló profundamente, sintiendo cómo el aire frío le quemaba la garganta. Sus dedos jugueteaban nerviosamente con el borde de su blusa mientras buscaba las palabras correctas. -Si te hubiera dicho la verdad desde el principio, ¿me habrías dejado ir?
Romeo se recargó contra la pared, su postura aparentemente relajada contrastando con la tensión en su mandíbula. Sus dedos tamborilearon contra su mejilla mientras una sonrisa sarcástica se dibujaba en su rostro.
-No te des tanta importancia. ¿Una comida? Me tiene sin cuidado.
El desprecio en su voz era palpable, como si la idea de que Irene pudiera despertar celos en él fuera ridícula. Sus ojos oscuros la miraban con una indiferencia calculada que hacía eco de una verdad que ella ya conocía: no la amaba:
Las palabras se clavaron como agujas en el pecho de Irene. Sus hombros se hundieron imperceptiblemente mientras apretaba el asa de su maleta hasta que sus nudillos se tornaron
blancos.
-Me voy a dormir.
Se giró hacia las escaleras, sus pasos resonando en el silencio de la casa.
-Alto ahí.
La voz de Romeo cortó el aire como un látigo. El cambio en su tono revelaba la furia contenida que bullía bajo su aparente indiferencia.
-Puedo pasar por alto que hayas comido con él, pero ¿mentirme? ¿Cocinarle a otro hombre? ¿En qué momento pensaste en mí?
Sus ojos se clavaron en las fotografías esparcidas sobre la mesa. En ellas, Irene sonreía con una dulzura que hace mucho tiempo había desaparecido de su rostro. Sus ojos brillaban con una calidez que ahora se había transformado en hielo cuando lo miraba a él.
Romeo apretó los puños. La transformación de Irene lo desconcertaba y enfurecía a partes iguales. ¿Por qué actuaba como si regresar a su lado fuera un castigo? ¿Como si él fuera el villano de su historia?
Irene sintió una gota de sudor frío recorrer su espalda. Las fotografías la habían traicionado, capturando el preciso momento en que preparaba las espinacas. “Qué mala suerte“, pensó, mientras su mente buscaba una salida.
-Solo pasé a recoger unas cosas y preparé algo de comer para su hermano.
Romeo soltó una risa seca que no contenía ni un ápice de humor.
-Si tanto extrañas cocinar, mañana mismo corro a María Jesús. Dejas ese trabajito tuyo y te dedicas a lo que deberías, como antes.
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Capítulo 128
La manipulación en sus palabras era tan transparente como efectiva. Sabía exactamente dónde presionar para hacerle daño.
Irene se mordió el labio inferior hasta casi hacerlo sangrar. Sus ojos se llenaron de una mezcla de rabia y dolor.
-¿Eso es todo lo que soy para ti? ¿Una sirvienta sin dignidad?
-¿Dignidad? -Romeo arqueó una ceja, su voz destilando veneno-. ¿Llamas dignidad a hacerte la difícil conmigo?
Sus pensamientos viajaron al pescado a la veracruzana que tanto le gustaba. Ahora tenía que rogarle a Irene para que lo preparara, cuando antes lo hacía con una sonrisa. Ya no lavaba ni planchaba sus trajes, no los colgaba cuidadosamente en el armario como antes. Se había convertido en una extraña en su propia casa.
-Fuiste tú quien dijo que no tenía que rogarte por esas cosas -contraatacó Irene, su voz temblando ligeramente-. Si no es necesario que yo lo haga, ¿para qué molestarse?
-Eras tan obediente antes… -Romeo se acercó, invadiendo su espacio personal-. ¿Y si ahora te ordeno que lo hagas?
No había respeto en su voz, solo la expectativa de sumisión total.
Irene levantó la barbilla, sus ojos brillando con determinación.
-De acuerdo. La señora Castro dejará de trabajar. Me vestiré elegante todos los días para no deshonrar tu apellido. Viviré para complacerte… con una condición: que todos sepan que soy tu esposa. ¿Puedes hacer eso?
Era un desafío directo. Ambos sabían que Romeo nunca haría público su matrimonio.
Romeo la estudió en silencio, sus ojos oscuros taladrándola como si intentara descifrar un enigma particularmente molesto. De repente, soltó una carcajada que resonó en las paredes.
-¿Todo este teatro solo para conseguir el título oficial de señora Castro? Vaya que te has vuelto ambiciosa, Irene.
Mientras la observaba, revaluaba a la mujer que había traído a su casa dos años atrás. Aquella docilidad, aquella dulzura… ¿todo había sido un acto para escalar socialmente? La idea lo enfurecía tanto como lo fascinaba.
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