Capítulo 121
Desde que Romeo tomó las riendas de Alquimia Visual, su vida se había convertido en un desfile interminable de rostros extraños, como en una historia de fantasmas. Pero lo que más le perturbaba no eran esos encuentros, sino la indiferencia cristalina de Irene, tan transparente como el agua que se le escurría entre los dedos.
Irene sintió un escalofrío recorrer su columna al notar la intensidad de su mirada clavada en
ella.
-¿Qué tanto me ves?
Romeo se acercó con pasos medidos. Su mano se alzó para apartar un mechón rebelde del rostro de ella, un gesto que antes hubiera sido íntimo pero que ahora se sentía como una
invasión.
-Se me antoja que me prepares un pescado a la veracruzana.
Su voz era suave como terciopelo, pero cargada de una autoridad que no admitía negativas. Sus dedos, fríos como el mármol, rozaron la mejilla de Irene provocándole un estremecimiento involuntario que le recorrió todo el cuerpo.
Irene se levantó después de una breve pausa, evitando encontrarse con esos ojos que la quemaban. Una sonrisa tenue, casi fantasmal, se dibujó en sus labios.
-Voy a preparártelo entonces.
Se dirigió hacia la cocina con pasos decididos, dejando a Romeo con la mano suspendida en el aire y una ceja arqueada. “Nunca me dice que no“, pensó él, aunque podía ver el agotamiento grabado en cada uno de sus gestos.
“Es normal que se sienta así“, se dijo a sí mismo. “La estoy manipulando para que desista del divorcio“. Una sonrisa se dibujó en sus labios. “Debería sentirse afortunada de que aún la deseo. El día que deje de interesarme, será demasiado tarde para arrepentimientos“.
Irene, ajena a que esto era una prueba más de Romeo, solo buscaba evitar confrontaciones. Era dolorosamente consciente de que en su situación actual, no tenía el derecho de expresar sus verdaderos sentimientos ni de rechazarlo.
El pescado resultó un desastre, después de todo, María Jesús ya había quemado uno. Pero Romeo pareció no notarlo, devorando casi toda la porción él solo.
María Jesús, con su característica falta de tacto, no paraba de alabar las habilidades culinarias
de Irene.
-¡Tiene usted una mano bendita para la cocina, señora! -hizo una pausa y añadió sin pensar-. Si me permite decirlo, debería dejar ese trabajo y dedicarse a cuidar al señor. ¡Mire nomás cómo disfruta sus platillos!
Irene, que apenas había llevado un bocado a sus labios, se atragantó con las palabras de María Jesús. El alimento se le atoró en la garganta, incapaz de pasarlo o escupirlo, provocándole un
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ataque de tos.
-¡Ay, Dios mío! ¡Ahorita le traigo un caldito para que pase! -exclamó María Jesús, corriendo hacia la cocina.
La mano de Romeo, grande y pesada, se posó en su espalda con una caricia que pretendía ser reconfortante. Cuando Irene logró recuperar el aliento, se enderezó y apartó suavemente su brazo.
-Ya estoy bien.
-¡Tómese esto! -María Jesús colocó frente a ella un plato de sopa de calabaza con mariscos-. Ay, señora, si solo era un comentario, ¿por qué se lo toma tan a pecho?
-Gracias -murmuró Irene, evadiendo responder mientras sorbía la sopa con pequeños tragos.
Romeo se reclinó en su silla, extendiendo su brazo por detrás de ella en un gesto que parecía protector pero que en realidad era posesivo.
-No has contestado la pregunta de María Jesús.
Irene giró hacia él con la cuchara aún en los labios. Sus ojos, húmedos por el episodio anterior, se encontraron con los de Romeo. Su rostro enrojecido brillaba con una belleza vulnerable y desaliñada que lo cautivó por un momento.
-Porque quiero trabajar.
Sabía que María Jesús había hablado sin malicia, pero Romeo insistía en obtener una explicación más profunda.
-La señora está joven, quiere tener su propio espacio -intervino María Jesús, ajena a la tensión que sus palabras habían desatado-. No solo dedicarse al hogar. Hoy en día, muchas mujeres piensan igual…
Romeo soltó una risa seca, su sonrisa cargada de ambigüedad. No quedaba claro si consideraba que Irene no merecía ese “espacio propio” o si le parecía ridícula su insistencia en transformarse de ama de casa en mujer trabajadora.
Sin embargo, no presionó más, permitiendo que Irene respirara con algo de alivio.
La mañana siguiente, Irene desayunaba sentada en una banca de la azotea de su oficina, con comida comprada en la planta baja. A medio bocado, su teléfono vibró con una llamada de Natalia.
-¡Óyeme, Irene! ¿Cómo está eso de que no te vas a divorciar del cretino de Romeo y te regresaste con él? ¿Y ni siquiera me lo dices? ¿Ya no me tienes confianza o qué?
Al escuchar el nombre de Romeo, el desayuno perdió todo sabor en la boca de Irene.
-No es que te lo quisiera ocultar–respondió con voz cansada-. Simplemente no había encontrado el momento adecuado para decírtelo.
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