Capítulo 106
La segunda vez que Romeo preguntaba por su opinión hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Irene. Sus instintos le gritaban que algo no estaba bien. Apretó los labios y frunció el ceño, mientras su mente intentaba anticipar el siguiente movimiento de Romeo.
Romeo señaló con un gesto elégante el sofá anaranjado en el centro de su oficina. Sus ojos oscuros brillaban con un destello calculador.
-Quédate aquí sentada. Hoy, sin falta, hablaremos sobre el divorcio.
Irene se sentó en silencio, decidida a descubrir qué tramaba exactamente Romeo. Sus dedos. jugueteaban nerviosamente con el dobladillo de su falda mientras observaba cada movimiento de su esposo,
Gabriel apareció con una taza de café humeante, la dejó sobre la mesa auxiliar y se retiró sin hacer ruido. El silencio que invadió la amplia oficina era tan denso que Irene podía escuchar el latido acelerado de su propio corazón retumbando en sus oídos. Una ansiedad inexplicable comenzó a apoderarse de ella, subiendo por su garganta como una marea oscura.
Frente a la ventana panorámica, Romeo fumaba con una calma estudiada. Sus dedos largos y aristocráticos sostenían el cigarrillo con elegancia mientras el humo se elevaba en espirales hipnóticas. La aparente serenidad de la escena solo conseguía intensificar la inquietud de Irene.
Dos golpes secos interrumpieron el silencio.
Gabriel abrió la puerta.
-Señor Castro, el señor Llorente está aquí -anunció con formalidad.
César entró pavoneándose, con una sonrisa aduladora plasmada en su rostro. Al ver a su hija, su expresión vaciló por un instante.
-Romeo, veo que Irene también está presente.
Irene contuvo el aliento y miró instintivamente hacia Romeo. El corazón le dio un vuelco al comprender. ¿Era su padre la persona que Romeo esperaba? ¿Pretendía discutir el divorcio frente a él?
Romeo ignoró la mirada suplicante de Irene. Se sentó detrás de su escritorio con movimientos calculados y entrelazó los dedos, apoyando los codos sobre la superficie pulida. Cada gesto rezumaba poder y control.
César tomó asiento frente a él, adoptando una postura servil que revolvió el estómago de Irene. -Vine especialmente a agradecerte. Sin ti, Irene jamás hubiera podido sacar a Daniel de ese problema tan fácilmente.
Romeo arqueó una ceja y dirigió una mirada astuta hacia Irene. Una sonrisa apenas perceptible
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curvó sus labios. En ese momento, Irene comprendió el verdadero propósito de Romeo. Se mordió el labio inferior mientras sentía cómo el color abandonaba su rostro.
-También debo disculparme contigo -continuó César-. Perdí la cabeza por lo de Daniel y dije cosas que no debía. Espero que no lo tomes a mal. Al final de cuentas, somos familia, ¿no?
César consideraba que estaba demostrando humildad, sin darse cuenta de que su comportamiento rayaba en lo patético. Romeo no necesitaba sus disculpas; de hecho, ni siquiera quería darle la oportunidad de disculparse. Todo esto era una elaborada lección para Irene.
La mirada de Romeo se clavó en ella con más intensidad. Cuanto más visible era la incomodidad de Irene, más satisfecho parecía él con su comprensión de la precaria situación de la familia Llorente.
-¿Romeo? -llamó César con cautela después de un largo silencio.
Romeo se reclinó en su silla ejecutiva, adoptando una pose deliberadamente relajada que solo acentuaba su poder.
-No hay necesidad de disculparse. ¿Hay algo más que quieras decir?
Sin confirmar explícitamente su perdón, la pregunta sugería que el incidente podría quedar en el pasado. César exhaló aliviado, pero la tensión regresó rápidamente a su rostro.
-He descuidado el trabajo por estar al pendiente de Daniel. El Grupo Llorente está cada día peor. Romeo, ¿crees que podrías echarnos la mano?
-Eso dependerá de lo que diga Irene -respondió Romeo con un tono juguetón que hizo que a Irene se le helara la sangre. ¿Qué opinas, mi amor? ¿Los ayudo o no?
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